Aguardé,
con las manos tranquilas sobre las piernas, mirando hacia la dirección que
aquel hombre de barba desaliñada me había señalado. Su sonrisa temblaba, un tic
nervioso que advertía cuantas ganas tenía de que el espectáculo comenzase, que
se diese pie su "gran obra maestra".
La
música sonó. Una flauta dulce, un sonido que advertía a mi inestabilidad
emocional que no tardaría en desequilibrarse. Daba paso a una mente brillante
atrofiada por el pecado, por las ganas de conocer más y más.
Varias
siluetas femeninas dieron forma a la cortina de seda roja. Varias siluetas que
se contoneaban con elegancia, con sensualidad prohibida, con fluidez que
danzaba por cada ápice de su cuerpo, por cada poro.
No me
alarmé. Siquiera me enderecé un poco. Me mostraba tranquilo, con los ojos
atentos a aquellas mujeres que salían poco a poco y se aproximaban a mí. Mis
ojos las siguieron hasta que perdí a la última mujer que salía tras ese manto
del pecado. Miré de refilón a la mujer que se acercaba a mi derecha con frutas
exóticas en una bandeja dorada. Alcé un poco la cabeza para mirar a aquella que
había decidido sentarse en mi regazo... Me sorprendió no ver nada de pronto.
Alguna de esas mujeres había tapado mis ojos con una tela de seda que olía a
perfume de dama.
Cuando
la deslizaron con el fin de dar la vuelta y colocarse por delante de mí, ya me
sentía ansioso. Cuando me dejaron ver al fin, me quedé estático al escuchar el
fuerte latido de mi corazón, de la sangre de las venas correr a modo de escape
hasta un punto central. Olvidé que la flauta seguía sonando, mientras me perdía
en la amplia sonrisa de aquella mujer de pelo corto rojizo.
Gritaba.
Gritaba en silencio con los ojos, con sus caderas, con sus pies, con sus
tobillos, con sus clavículas:
"Mi único pecado es ser
bonita."
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