Silenciosas lágrimas brotaron de los ojos de ella. Parecían gotas de rocío al amanecer, apoyadas sobre una pálida y casi marchita flor. Porque él sabía que desde su discusión estaba marchita. Triste, apagada, sin sonreír con verdaderas ganas... lo sabía. Sabía que la sonrisa que mostraba cada mañana a sus amigos era falsa. Sabía realmente bien cuando sonreía sin pensar, con ganas, con alegría; no con tristeza y dolor.
Agarró su mano para que no se fuese.
-Escucha.
Dijo con voz firme, algo melancólica él. Ella se resistió, pero él tiró de ella para que lo mirase.
-Escúchame, por favor.
Dijo esta vez exigente.
-¡Está todo más que claro!
Soltó ella de golpe, estallándo en llanto.
-Te quiero. Y todo aquel que no acepte lo nuestro puede irse al cuerno.
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